El frío viento le golpeaba los ojos, pero ya no sabía si las lágrimas que corrían por su rostro eran el frío o por el insoportable dolor. La camisa desabotonada dejaba su pecho al descubierto y la cicatriz se percibía con toda claridad con las primeras luces de la mañana. Daría lo que fuera por volver a oír su voz pronunciando su nombre, por la noche, en la complicidad del silencio, en la urgencia de las manos y en los cálidos susurros. Volverla a oír, desde la noticia fue lo primero que pasó por su mente, ahora, con sus manos firmemente aferradas al gélido metal, es lo único que lamenta. Inspiró con dificultad, entre lágrimas y sollozos, las piernas temblaron y por un momento dudó de su decisión. Pero ya no hay vuelta atrás, no para él. ¿Para qué? Si ya no hay por quien continuar adelante, y la maldijo con angustiosa frustración culpándola de lo único que no era culpable. Cerró los ojos con fuerza, y como un vendaval dejó salir un grito que se ahogó en el frío matinal de Santiago, un grito que llamó la atención de los pocos transeúntes que dieciocho pisos más abajo se dirigían a sus particulares destinos, obligándolos a mirar a las alturas. Entonces dejó que sus manos soltaran las barandas del balcón y se precipitó en caída libre al suelo con su blanca camisa flameando al viento.
Matías, de seis años de edad, apretó la mano de su madre y le apuntó a las alturas, al tiempo que decía "Mira mamá, un ángel". Luego su madre cubrió sus ojos.