Las huellas se desvanecían en la arena como lejanos recuerdos de la primera infancia. Con cada nueva caricia de la marea sus pisadas se volvían menos visibles. Caminaba lentamente sin rumbo fijo, sin un objetivo en mente. Sólo caminaba. Por curioso que pareciera no pensaba en nada en específico, simplemente se movía por inercia como empujada o arrastrada por una fuerza extraña, ajena a su persona, a su realidad. Respiraba lentamente. El aire frío y salobre entraba por su nariz y boca, llenándola de paz.
Ya no escuchaba los gritos. A decir verdad, desde hace mucho tiempo que había dejado de prestarle atención. Ahora parecían confusos, como si nunca hubiesen existido, con la inconfundible sensación de abstracción de quien observa una película o escucha un relato ajeno de acontecimientos que no alcanza a dimensionar. ¿Había sido así siempre?. Tal vez su vida había sido una simple representación de la realidad de alguien más, de otra persona.
De alguna forma sentía la desazón del tiempo perdido, desperdiciado en compañía de un ser que, más que ocupar un lugar en su vida, la había ido consumiendo poco a poco, torciendo su existencia cada vez un centímetro más allá, quebrando, mancillando su ser, hasta un punto del cual, durante mucho tiempo, pensó que no podría volver jamás. Se sentía perdida, incomunicada. Más aún, sentía que había desaparecido toda capacidad de comunicarse, su voz ya no era la misma. Ya no se reconocía. Sentía lástima y culpa a partes iguales. Entonces pensó que ya no quedaba nada, sólo era un cascarón vacío, todo vestigio de vida se había extinguido.
Pero había algo escondido. Algo no había muerto. Lo podía sentir palpitar muy lejos, oculto en algún lugar. No podía saber que era, por mucho que se esforzase, pero estaba ahí, lo percibía cada vez con más fuerza. Estaba ahí y buscaba salir. Lo sabía, y lo creía con una fe que se alimentaba de cada lágrima derramada, de cada súplica, de cada sueño perturbado y de cada golpe recibido. Estaba ahí. Se fortalecía y quería salir. Entonces dijo las palabras que siempre estuvieron ahí, latentes en el aire, con una voz que creía jamás volvería a escuchar. Su propia voz. Vibrando como el fuego de una hoguera avivada por nueva leña. "Nunca más".
Las huellas se desvanecían en la arena como lejanos recuerdos de la primera infancia. Soltó el cuchillo y al caer tiñó de un rojo carmesí la arena húmeda de la playa, cuando el mar limpió el filo este resplandeció como la primera estrella la noche. Su piel y ropa manchadas de sangre, parecían la escena de un cuadro surrealista. A lo lejos sintió el graznido de una gaviota, luego otras se sumaron al sonido de la mañana. El aire frío y salobre entraba por su nariz y boca, llenándola de paz.
De alguna forma sentía la desazón del tiempo perdido, desperdiciado en compañía de un ser que, más que ocupar un lugar en su vida, la había ido consumiendo poco a poco, torciendo su existencia cada vez un centímetro más allá, quebrando, mancillando su ser, hasta un punto del cual, durante mucho tiempo, pensó que no podría volver jamás. Se sentía perdida, incomunicada. Más aún, sentía que había desaparecido toda capacidad de comunicarse, su voz ya no era la misma. Ya no se reconocía. Sentía lástima y culpa a partes iguales. Entonces pensó que ya no quedaba nada, sólo era un cascarón vacío, todo vestigio de vida se había extinguido.
Pero había algo escondido. Algo no había muerto. Lo podía sentir palpitar muy lejos, oculto en algún lugar. No podía saber que era, por mucho que se esforzase, pero estaba ahí, lo percibía cada vez con más fuerza. Estaba ahí y buscaba salir. Lo sabía, y lo creía con una fe que se alimentaba de cada lágrima derramada, de cada súplica, de cada sueño perturbado y de cada golpe recibido. Estaba ahí. Se fortalecía y quería salir. Entonces dijo las palabras que siempre estuvieron ahí, latentes en el aire, con una voz que creía jamás volvería a escuchar. Su propia voz. Vibrando como el fuego de una hoguera avivada por nueva leña. "Nunca más".
Las huellas se desvanecían en la arena como lejanos recuerdos de la primera infancia. Soltó el cuchillo y al caer tiñó de un rojo carmesí la arena húmeda de la playa, cuando el mar limpió el filo este resplandeció como la primera estrella la noche. Su piel y ropa manchadas de sangre, parecían la escena de un cuadro surrealista. A lo lejos sintió el graznido de una gaviota, luego otras se sumaron al sonido de la mañana. El aire frío y salobre entraba por su nariz y boca, llenándola de paz.